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Antonio Gonzalez

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Guerras y rumores de guerras

POR: Antonio González

El comienzo de una nueva guerra en Europa ha venido a añadir un motivo más de agitación a un panorama global que presenta rasgos enormemente sombríos, e incluso «apocalípticos». Desde el inicio de la pandemia, el discurso sobre el «final del mundo» estaría dejando de ser exclusivo de las sectas más catastrofistas, o del ecologismo más consciente, para hacerse parte de la conciencia humana mundial.

Una característica del discurso apocalíptico, en su estado más puro, que no es precisamente el más bíblico, consiste la concepción dual de la historia, como dividida en dos bandos irreconciliables: los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, de manera que la consumación de los tiempos solamente sería posible mediante la supresión de los últimos a manos de los primeros.

En el pasado, esta lectura «apocalíptica» de la historia conllevaba la toma de partido entre dos bloques antagónicos, el capitalista y el socialista. Desde la caída del muro de Berlín, se pensó en el triunfo definitivo del capitalismo liberal, y con ello un presunto «final de la historia». Esta especie de apocalíptica secular parece encontrarse con una palmaria refutación. Los conflictos siguen presentes. A la virulencia de los múltiples conflictos armados se añade ahora la invasión de Ucrania y el peligro de un conflicto abierto entre Rusia y la OTAN.

¿Cómo entender estos conflictos? Se podría afirmar que el capitalismo global no triunfó simplemente con el final de la Unión Soviética. El capitalismo es un sistema socio-económico constitutivamente expansivo, y esta expansión todavía no ha conquistado plenamente todos los territorios ni todos los ámbitos y dimensiones de la vida humana. Lo que sucede que ya no es el socialismo real quien se opone el capitalismo. La oposición al capitalismo es ahora liderada por lo que podríamos llamar el «nacional-populismo».

El nacional-populismo, en sus distintas variantes, se caracteriza por la esperanza de que la nación, con identidad y sus valores colectivos, constituya un «nosotros» capaz de contener los procesos destructivos del capitalismo, que no solo erosionan los valores religiosos y familiares tradicionales, sino también los antiguos sistemas de seguridad social (donde existieron), y las antiguas seguridades de las clases medias en un empleo estable y capaz de garantizar un mínimo bienestar familiar. Allí donde avanza el capitalismo, el individuo parece quedar entregado a sí mismo, desprovisto de asideros sociales, y condenado a la completa impotencia frente al poder creciente de las grandes corporaciones globales.

Ciertamente, hay nacional-populismos diversos, que se califican rápidamente como de «izquierdas» o de «derechas», según los énfasis del momento. Unos pueden subrayar la familia, la etnia, la «nación», o la religión tradicional del estado, mientras que otros pueden apelar a los servicios públicos del estado como entidad capaz de superar las diferencias sociales y de resistir la tiranía de las corporaciones globales. Unos pueden alertar sobre el «peligro» representado por la inmigración, mientras que otros pueden llamar la atención sobre las conspiraciones capitalistas e imperialistas para destruir la independencia nacional. Unos pueden declararse virulentamente «laicos», para dar culto solamente a los símbolos sagrados de la nación, del partido o del líder, mientras que otros pueden apelar a la religión presuntamente «nacional», incluyendo la instauración de un califato. 

La profunda afinidad entre todos los nacional-populismos se pone de relieve en un hecho aparentemente sorprendente: Rusia, después de haber sido proclamada como la patria de todos los proletarios del mundo, parece convertirse ahora en la meca todos los nacional-populismos del planeta, con la única excepción de aquellos que son amenazados directamente por la maquinaria militar rusa. Desde Venezuela hasta Hungría, desde la derecha republicana estadounidense (Trump todavía culpaba a Ucrania del espionaje ruso) hasta los independentismos europeos, desde los nuevos talibanes hasta los viejos castristas, todos parecen tener su referencia y su apoyo en el antiguo palacio de los zares.

Esto posiblemente tiene que ver con las peculiaridades de la transición rusa al capitalismo. A diferencia de lo sucedido en China y en muchos de los antiguos satélites soviéticos, la integración de Rusia en el mercado capitalista global ha sido mucho más moderada. La antigua nomenklatura del partido ha dado paso a una oligarquía estrictamente nacional, celosa de sus privilegios, que sistemáticamente ha evitado, a veces recurriendo a los métodos más expeditivos, la competencia de los capitales globales. No hay que olvidar, en este respecto, la conexión sistemáticamente necesaria entre los mercados negros, inevitables en los sistemas de planificación centralizada, y la existencia de grupos mafiosos. A esta alianza se ha añadido la religión ortodoxa que, tras un breve período de libertad religiosa, monopoliza ahora, con la férrea ayuda del estado, cualquier expresión pública del cristianismo. La cerrazón al capitalismo global se ha pagado con un cierto atraso técnico, ampliamente compensado por las investigaciones de vanguardia en los sectores militares, el espionaje sistemático, y la amplísima disponibilidad de recursos naturales. De ahí su carácter de verdadera patria del nacional-populismo.

Frente a las ideologías del nacional-populismo, la ideología del capitalismo ya no puede ser la mera democracia liberal, pues bien es sabido que en las urnas pueden ganar fácilmente los populistas de todo signo, incluyendo los fundamentalistas. Frente a las poderosas ideologías identitarias del nacional-populismo, el capitalismo bien sabe que erosiona toda identidad colectiva, y todo reducto no mercantilizado. De ahí que no le quede más remedio que promover la búsqueda de identidades altamente individualizadas, adquiribles mediante las marcas que se implantan en el cuerpo o en la ropa, mediante la construcción cibernética de un ego rayano en lo ridículo («selfie»), o mediante la determinación de una preferencia sexual original. El patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, para legitimar el ataque de sus protectores a Ucrania, afirmaba que había que defender la Santa Rusa de los desfiles del orgullo gay. En la ingenuidad y la brutalidad de esta afirmación se refleja perfectamente el combate de las dos grandes ideologías de nuestro tiempo: la sacralidad del suelo patrio frente a la sacralidad de las procesiones de la identidad individual, ahora definida mediante el gusto sexual.

La antigua izquierda a veces añora, junto con los nacional-populistas, un estado fuerte que le permita promover los servicios sociales destinados a aliviar el sufrimiento de los más débiles, al tiempo que se controla ideológicamente a la población y se sitúa en los puestos adecuados a los más allegados. Aquí cabe la propuesta de una especie de socialdemocracia populista, unida a la intuición de que algo bueno ha de haber en lo que se oponga al centralismo de derecha, o en lo que se oponga al independentismo de derecha, o en lo que venga del Este, o lo que venga del Sur. Otras veces se apuesta decididamente por las identidades individuales del tardo-capitalismo, contribuyendo a la crítica de las relaciones sociales tradicionales que el capitalismo erosiona y mercantiliza. A veces recurre al budismo, pensando que una religión sin dioses ha de ser más liberadora que una religión con ellos, aunque en ocasiones defiende la religión de Allah intuyendo que los enemigos de Occidente han de ser los propios amigos. Aunque también cabe un discurso ecológico, unido a una espiritualidad panteísta. Lo que se suele olvidar en todo ello es que, sin un sistema social estructuralmente distinto, los límites socialdemócratas y ecológicos al capitalismo pueden hacer poco en un mundo globalizado, con el que verdaderamente no se quiere desconectar. El resultado suelen ser componendas ideológicas circunstanciales, y protagonismos políticos poco transformadores.

El viejo cristianismo de raigambre constantiniana, poco amigo de las ensaladas ideológicas, tiende más bien a echarse ciegamente en los brazos de uno de los dos grandes movimientos de nuestro tiempo. O se apuesta por el nacional-populismo, intuyendo vagamente que todo lo global es malo, y formulando de manera ingenua o anti-científica la sospecha de que una lúgubre conspiración domina el conjunto de la vida humana sobre el planeta, sin llegar a percibir su estructura económica básica ni su verdadero nombre. O se apuesta por apoyar el avance del capitalismo global, pensando que, en definitiva, siempre es mejor la tiranía del dinero que la obediencia a un gran líder, o que al menos la primera suele dejar un espacio de libertad religiosa que tiende a desaparecer en los contextos populistas, sean de derecha o de izquierda. De este modo, cuando el cristianismo constantiniano aspira al poder, suele preferir la primera opción, mientras que cuando ya ha desesperado de conseguirlo, suele resignarse con la segunda.

En todo esto se olvida que el cristianismo no es un simple espaldarazo a algún movimiento o a alguna ideología ya existente, sino una propuesta propia y distinta. Una propuesta que no se satisface con la propia supervivencia, en «comunidades de amor», aisladas del destino de la historia, sino que pretende prestar una contribución propia a la revelación y realización de la realidad profunda de esa historia. Y, por tanto, se trata de una propuesta verdaderamente «apocalíptica» (es decir, «reveladora»), que sin embargo entiende que los últimos tiempos no comenzaron cuando se descubrió el último virus, ni cuando estalló el último volcán, ni cuando algún imperio inició su último despliegue de poder homicida, sino más bien cuando entre los discípulos se comenzó a difundir el rumor de la resurrección.

La apocalíptica cristiana no se puede negar teológicamente, como si fuera un mero invento de las primeras comunidades cristianas, ni tampoco se puede individualizar, como si fuera una simple actitud existencial en el tiempo. La apocalíptica, como revelación en la historia del sentido de la historia, consiste precisamente en mostrar, ya desde ahora y desde abajo, que otro mundo es posible, a partir de las estructuras existentes, y en contra de las estructuras existentes, justamente como alternativa a las mismas. Frente a las meras proclamaciones de la posibilidad de un cambio, y frente a todo mesianismo político que se auto-proclama como agente de un cambio siempre superficial, el mesianismo auténtico entraña una apocalíptica, es decir, una exposición, ya en la historia, de la posibilidad de otra historia.

Como revelación en contraste, la apocalíptica cristiana tiene precisamente el carácter de una mostración de lo que aparentemente no se ve, frente a la exuberancia del poder desplegado por las corporaciones y por los estados. El poder del Espíritu del Mesías es un dinamismo que permanece indestructible a pesar de todas las persecuciones, y (cuando se supera el esquema constantiniano) a pesar de la renuncia a todo poder coactivo, justamente porque es un dinamismo que solamente se muestra en la renuncia a tal poder, y en la apertura a la participación de todos, sin presiones económicas ni estatales. De este modo, la revelación del sentido de la historia es verdaderamente una «ex-puesta» mostración de una forma de vida que se enfrenta a los poderes de este mundo sin recurrir a los poderes de este mundo, y que, precisamente por ello, puede desplegar la posibilidad actual de otro mundo.

La verdadera apocalíptica, así entendida, no tiene que optar por unos presuntos «hijos de la luz» frente a otros presuntos «hijos de las tinieblas», porque sabe que las sombras están por doquier, y que las más cercanas son las propias. Ya el Mesías descubrió que el espíritu del imperio de Roma era el mismo que el espíritu del nacionalismo judío, y que la liberación de uno exigía la liberación del otro (Lc 4:1-13). Nuevos imperios y nacionalismos no cambian la estructura básica del problema, de modo que la transformación auténtica no es posible mientras no se nos revela cuál es la raíz última de la opresión, y mientras no se acepte que tal raíz penetra todos los corazones y todas las estructuras, precisamente en la medida en que, apelando a la gloria de los propios logros, cualquier hijo de Adán se presente vanamente a sí mismo, y a su tinglado particular, como representación de los «hijos de la luz», y escoja alguna categoría de «otros» a los que confinar en la etiqueta de las tinieblas. 

La verdadera apocalíptica sabe que nadie puede poseer, ni controlar la luz. Y que la luz, por sí misma, sin necesidad de coacciones, disipa toda tiniebla, allí donde las puertas se abren a la noticia de la radical liberación. Por eso, la verdadera apocalíptica no es estatal, ni violenta en ninguna otra forma. De hecho, sólo los violentos se «alarman» en los tiempos finales, sin saber que ya comenzaron hace mucho tiempo, y tratan de vencer a las tinieblas con las armas ancestrales de las tinieblas. Los pacíficos permanecen confiados, porque saben que los «dolores» no indican, como muchas absurdas traducciones, el «fin del mundo», sino solamente el final de un eón, de un siglo, de una era. Por eso los dolores son literalmente «dolores de parto» (odinon, Mt 24:8), que «dan a luz» una nueva era. Una era que ya está presente, que está irrumpiendo desde que la piedra fue movida del sepulcro, desde que la luz se inició en la más profunda oscuridad, cuando la oscuridad del abandono de Dios se convirtió en la luz de un Dios que nunca nos ha abandonado.